Entre los muchos aspectos apasionantes del lenguaje hay uno que resulta particularmente maravilloso: el uso de los sentidos figurados, la ironía y el sarcasmo. Creo que en eso es el castellano especialmente rico, al menos comparado con el escaso par de idiomas que conozco. Me da también la impresión de que puede ir en cierta manera ligado a ese carácter castizo y español tan amigo de la retranca.
Es necesario un dominio generoso del idioma para ser capaz de reconocer todos esos giros y usos retorcidos que plagan nuestro discurso. Es fácil comprobarlo conversando con cualquiera que esté aprendiendo nuestra lengua, ya sea un extranjero o un niño pequeño. Nuestra hija, a pesar de haber aprendido relativamente rápido a construir y entender estructuras complejas, nos lo recuerda a diario con sus interminables preguntas acerca de las frases a las que su interpretación literal no otorga ningún sentido.
Hace algún tiempo, por ejemplo, habíamos salido a cenar con unos amigos. Previendo un regreso a casa tardío íbamos equipados con nuestra mochila de porteo. Al despedirnos de aquellos con ella ya montada en la mochila, tuvo lugar el siguiente intercambio entre uno de nuestros amigos y una niña que ya ponía ojillos de empezar a echar de menos su cama:
-Oye, ¡que te estás quedando frita!
-¡Frita no, que no soy una patata!
Lo más habitual es que este tipo de situaciones nos resulten graciosas e inocentes. Sin embargo, también nos sirven para reflexionar sobre la manera que tenemos de dirigirnos a los niños. No es raro ver cómo su gesto se torna serio o asustado en un segundo cuando alguien le gasta una broma sobre cómo va a devorar su comida o a quitarle cualquier objeto con el que esté entretenida. No está aún preparada para entender bromas así, y en más de una ocasión han sido motivo de una buena llorera que seguramente se podría haber evitado.
También yo, como padre, me equivoco a menudo a la hora de hablar con ella. A veces lo hago desde un humor que solo me sirve a mí como desahogo, pero no es difícil que se me escape algún comentario inapropiado cuando la paciencia se me acaba y dejo que la situación me saque de mis casillas. Ya va entendiendo —y odiando— el uso forzado de un «muy bien, hija, muy bien» que se me escapa en momentos de hartura y que nunca puedo devolver a mi boca arrepentido al instante.
En otra ocasión, después de haberse puesto perdida deleitándose con alguna fruta pringosa, y al ir a intentar restregarse contra mi pantalón, no se me ocurrió nada mejor que advertirle «¡sí, hombre! Ahora límpiate en mi pantalón…». Inmediatamente tuvo que preguntarme desconcertada por qué le decía que se limpiara con tan curiosa servilleta.
Tantas son las veces que mamá y yo la dejamos descolocada con según qué expresiones que ya ha aprendido a utilizar como excusa ese «es una forma de hablar» cuando suelta alguna barrabasada sobre la que nos vemos obligados a preguntarle para asegurarnos de qué ha querido decir. Qué cuidado hay que tener.